Si fuera otro país sería motivo de alegría y esperanza por la nueva investigación de la Fiscalía sobre los asesinatos sistemáticos de lideres sociales, miembros de organizaciones civiles y defensores de los derechos humanos, pero estamos en Colombia, investigaciones sobre hechos bochornosos existen en gran cantidad pero sin resultados satisfactorios. La justicia colombiana?

Estas son las imágenes de algunos líderes, miembros de organizaciones civiles y defensores de derechos humanos, asesinados.

El jueves arrancó con una buena noticia para quienes han seguido de cerca el asesinato de líderes sociales y defensores de los derechos humanos. Luego de un largo silencio, el tema finalmente aterrizó en la agenda de la Fiscalía General de la Nación y estará a cargo de la vicefiscal María Paulina Riveros. Esta prestigiosa jurista tiene un perfil idóneo para liderar las investigaciones. Formó parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, luego se desempeñó como directora de DDHH del Ministerio del Interior, y en 2016 se sumó a la cuota femenina del Gobierno durante los diálogos de paz en La Habana. Con el caso de los asesinatos recientes en sus manos, Riveros tendrá una oportunidad única: la de investigar y entender realmente qué está sucediendo en las zonas más afectadas. Al fin y al cabo, ninguna otra institución del Estado tiene la capacidad de abordar la problemática con fuerza que la Fiscalía.

Ya van 56 capturados por muertes de líderes sociales en el país,  pero en los pasillos, los funcionarios judiciales dicen siempre que en Colombia “una orden de captura no se le niega a nadie”. Se refieren a que en el país es demasiado común la práctica de primero privar de la libertad a una persona para luego comenzar a investigarla. Habrá que esperar que este no sea el caso de las 56 personas que, según El Tiempo, la Fiscalía ha detenido por estar presuntamente relacionadas con los asesinatos de líderes entre 2016 y 2017.

Fiscalía investiga 74 asesinatos reportados por la ONU entre el 2016 y 2017. Hay cuatro sentencias.

El asesinato de William Castillo Chimá, perpetrado el 17 de marzo del año pasado en el Bajo Cauca antioqueño, es, hasta ahora, el primer crimen –de 74 en investigación cometidos entre el 2016 y 2017– que la justicia atribuye directamente a actividades de defensa de derechos humanos y liderazgo político en las regiones.
La Fiscalía logró comprobar que Castillo Chimá fue asesinado porque desde su condición de líder social en el nordeste de Antioquia se oponía a las presiones y amenazas del ‘clan Úsuga’ contra familias de la región. Un miembro de la banda fue capturado y condenado por el crimen.
Como el de Castillo, ya hay otros tres expedientes con sentencia judicial contra los que perpetraron los asesinatos. En estos casos, que en un principio fueron denunciados como ataques contra activistas de derechos humanos, las sentencias de los jueces determinaron que no existía en realidad esa relación.
En marzo del año pasado fue asesinado Klaus Stiven Zapata Castañeda, líder comunitario de Soacha, que hacía parte de Marcha Patriótica. Su nombre sigue apareciendo en los listados de víctimas de persecución política, pero en realidad su muerte fue producto de la intolerancia: lo mataron por una pelea en un partido de fútbol. El agresor confesó y ya fue condenado por la justicia.
En la muerte de los activistas LGTBI Árvinson Flórez González y Eugenio Gil Acosta, asesinados en Magangué, el móvil, según sentencia en primera instancia, fue una retaliación por asuntos personales.
En los otros casos las investigaciones siguen abiertas y no solo no hay claridad sobre el verdadero origen de los crímenes, sino sobre la cifra real de víctimas. Las estadísticas son totalmente disímiles.
ONG como Somos Defensores reportan 80 asesinatos de activistas, tan solo el año pasado. Según Cumbre Agraria, fueron 114. La lista de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos cerró el año pasado con 64 casos. Y según la Defensoría del Pueblo, se han registrado al menos 120 homicidios, 33 atentados y 27 agresiones a líderes y defensores de derechos humanos entre el 2016 y lo que va del 2017. Pero, y es un punto clave, el hecho de que se trate de activistas no implica, por derecha, que la causa de la muerte esté relacionada con su actividad social o política.
Juan Carlos Restrepo, consejero presidencial de Seguridad y Convivencia Ciudadana, señala que “la discusión no debe centrarse solo en las cifras de cuántos líderes han sido asesinados o amenazados, porque estamos hablando de vidas humanas, sino en qué estamos haciendo como gobierno y como sociedad para prevenir este tipo de delitos”.
Restrepo coordina la mesa de trabajo del Estado que les hace seguimiento en tiempo real a todas las denuncias y los avances en las investigaciones y en la que están la Fiscalía, la Unidad Nacional de Protección, las Fuerzas Militares, la Policía, los ministerios del Interior y de Defensa y la Consejería Presidencial de Derechos Humanos.
La vicefiscal general, María Paulina Riveros, dijo que se han identificado “por lo menos cinco causas del fenómeno general”. No hay, hasta ahora, evidencia de que exista una sola organización detrás de las muertes.
El balance de la Fiscalía señala que –además de las cuatro condenas–, hay 56 personas capturadas por 17 de los homicidios y 73 vinculadas a las investigaciones. Y hay avances importantes en otros 27 procesos.
Hay siete personas llamadas a juicio por los casos de Gonzalo Rentería, un líder comunal de Pereira abaleado el 12 de mayo del 2016; y el de Mario Tarache Pérez. Rentería habría sido asesinado por oponerse a urbanizadores piratas en su barrio. En el caso de Tarache, que era líder comunal en San Luis de Palenque, Casanare, están capturados los autores materiales.
Sobre los asesinatos que aún están en proceso de investigación, la Fiscalía maneja al menos cinco hipótesis como origen de los asesinatos. La primera, por supuesto, es la actividad política y social desarrollada por la víctima en sus regiones. En esa categoría encajaría, por ejemplo, el caso de Ruth Alicia López Guisao, una líder de negritudes del Chocó que fue asesinada la semana pasada en Medellín.
Una segunda hipótesis es la llegada de nuevos grupos armados ilegales a zonas donde eran fuertes las Farc. Joel Meneses Meneses, del Comité Integración Macrocolombiana, fue asesinado el año pasado por una banda de sicarios, ‘los Monos’, que de acuerdo con la Fiscalía estaba trabajando para la avanzada del Eln en el Cauca. En ese caso hay ocho capturados, incluido un jefe de milicias de esa guerrilla. A Meneses lo mataron el 28 de agosto del año pasado en Almaguer (Cauca) y la investigación señala que el líder indígena se oponía a la minería ilegal y al narcotráfico que, tras la salida de las Farc, están ahora en la mira de los ‘elenos’.
También hay crímenes cometidos por las disidencias. El más sonado es el de Emilcen Manyoma y su esposo, Joe Javier Rodallega, asesinados el 17 de enero de este año, en Buenaventura (Valle), a golpes y heridas de arma blanca. Ella era una reconocida líder social de la región del Bajo Calima e integrante de la Red Conpaz. La investigación adelantada arrojó que Emilcen y su esposo fueron víctimas de ‘Camilo Robledo’, un desertor del frente 30 y hermano de la líder social. Las mismas Farc señalaron al desertor. 
En la lista de víctimas también aparecen nombres cuestionados. Es el caso del indígena Éder Cuetía Conda, quien aparece reseñado como supuesta víctima por sus actividades de liderazgo social, pero quien según las comunidades de la zona se dedicaba al cultivo y venta de marihuana en el Cauca.
La Fiscalía cerró, por atipicidad, la investigación por la muerte de Samuel Caicedo Portocarrero, otro nombre que aparece en la lista de víctimas, y que al parecer habría muerto ahogado en el Valle.
Al referirse a la problemática durante una rueda de prensa en diciembre de 2016, el fiscal general Néstor Humberto Martínez dijo: “Por el momento no hay una sistematicidad en las acciones”. Hoy, casi tres meses después y con 26 líderes muertos en las estadísticas, su vicefiscal dice más o menos lo mismo: “Aún es prematuro hablar de un ataque sistemático”. Expertos consultados tienen dudas sobre este enfoque. Los investigadores podrían hacer justamente lo contrario: investigar bajo la premisa de que sí puede haber sistematicidad. En un país donde la violencia política fue durante décadas un mecanismo de dominio y terror, esta podría ser una línea lógica. Hoy hay quienes consideran incluso que, con base en los datos de los miembros de movimientos políticos asesinados en 2016, es posible ver algunos patrones: corta edad, bajo estatus en las jerarquías de sus movimientos, incidencia rural. “Siguen las matanzas del paramilitarismo en las narices del gobierno y de la Fiscalía, los cuales aseguran que el paramilitarismo no existe”, escribió el periodista Antonio Caballero el pasado 25 de febrero en la revista Semana en una columna titulada ‘Dejà Vú’.


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